P,- Sin embargo, hay políticos veteranos y honrados.
R,- Pero inocentes pocos. El ejercicio de la toma de
decisiones lleva implícita una carga de intenciones que termina por granjear
afectos y odios. Los mecanismos de defensa, los pequeños trucos del
subconsciente para lograr no perder el sueño comportan un afianzamiento
progresivo del recurso a la conciencia para justificarlo todo. Esa ganancia en
rigidez es un lugar común entre la clase instalada durante décadas en el Poder.
Desde posiciones enrocadas el fin pesa bastante para justificar los medios más
groseros, incompatibles con la imagen que tenemos de la honestidad. Y es por
eso por lo que tantos políticos, como también representantes de la oligarquía
financiera y empresarial, necesitan lavar su imagen con gestos rentables pero
insignificantes en un contexto global. ¿Sabe Usted cuanto costaría salvar a un
cautivo famélico de las garras de la muerte? Veinte euros y un mes de
tratamiento. Hay cuarenta y un billones de dólares ocultos en paraísos
fiscales. La mitad del dinero bastaría para erradicar el hambre en el mundo.
P,- ¿Paso Usted hambre?
R,- La guerra dejó un rastro de miseria física y
mental que impregnó todo lo cotidiano: las relaciones con la familia, con los
vecinos, con los representantes de la Autoridad. Muchas familias tenían que
mandar a los hijos a vivir en pequeñas haciendas donde trabajaban de jornaleros
para que no murieran de hambre. Dormían en cobertizos, junto a las pocilgas,
centrados en sobrevivir. Había un sentimiento de culpa repartido entre los
padres, por desprenderse de los hijos, y éstos, por soñar que otra vida era
posible. Cuando yo marché a París, sentí como la culpa me quemaba, como si todo
se tratara de un acto más del cobarde que deja atrás aquello por lo que sigue
mereciendo la pena luchar.
La instalación en París, en una sociedad ilusionada
que acababa de vencer a la invasión fascista, fue terapéutica. Las dificultades
económicas eran lo de menos. Ante mí, un mundo de oportunidades infinitas era
demasiado motivador como para tomar en cuenta las cuestiones de la intendencia.
Inesperadamente, retomé el hilo comunicativo con la familia y con Galicia,
alentado por todo lo positivo que tenía de transmitir. Por primera vez sentí
que era posible conseguir un estado al que llamaban felicidad. Tomé conciencia
de esa posibilidad, y también de mi derecho a percibirlo, no sólo a partir de
la ilusión inconmensurable por la creación literaria, el estudio filosófico y
la convivencia enriquecedora con artistas y creadores, sino también a través de
la vivencia, centrada en el presente, de las cosas en apariencia mas nimias,
como aquella tarde en que el frutero insistió en agasajarme con un melón que
compartí con Katerina y dos amigas suyas tumbados en el diván de la galería,
bajo la luz tibia del ocaso.
Sin embargo, como buen gallego soy hijo del complejo
de Polícrates, y no era infrecuente que a aquellos raptos de alegría gratuita
siguieran secuencias de pensamientos negativos que me dejaban preparado para
asumir la llegada de cualquier imprevisto o mala noticia.
© Patrice Molinard (imágenes del París de la posguerra)
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