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sábado, 2 de agosto de 2014

LA CRISIS DEL SISTEMA. Conversaciones con Agrelo Abuín

(fragmento)


P,- Sin embargo, hay políticos veteranos y honrados.

R,- Pero inocentes pocos. El ejercicio de la toma de decisiones lleva implícita una carga de intenciones que termina por granjear afectos y odios. Los mecanismos de defensa, los pequeños trucos del subconsciente para lograr no perder el sueño comportan un afianzamiento progresivo del recurso a la conciencia para justificarlo todo. Esa ganancia en rigidez es un lugar común entre la clase instalada durante décadas en el Poder. Desde posiciones enrocadas el fin pesa bastante para justificar los medios más groseros, incompatibles con la imagen que tenemos de la honestidad. Y es por eso por lo que tantos políticos, como también representantes de la oligarquía financiera y empresarial, necesitan lavar su imagen con gestos rentables pero insignificantes en un contexto global. ¿Sabe Usted cuanto costaría salvar a un cautivo famélico de las garras de la muerte? Veinte euros y un mes de tratamiento. Hay cuarenta y un billones de dólares ocultos en paraísos fiscales. La mitad del dinero bastaría para erradicar el hambre en el mundo.

P,- ¿Paso Usted hambre?

R,- La guerra dejó un rastro de miseria física y mental que impregnó todo lo cotidiano: las relaciones con la familia, con los vecinos, con los representantes de la Autoridad. Muchas familias tenían que mandar a los hijos a vivir en pequeñas haciendas donde trabajaban de jornaleros para que no murieran de hambre. Dormían en cobertizos, junto a las pocilgas, centrados en sobrevivir. Había un sentimiento de culpa repartido entre los padres, por desprenderse de los hijos, y éstos, por soñar que otra vida era posible. Cuando yo marché a París, sentí como la culpa me quemaba, como si todo se tratara de un acto más del cobarde que deja atrás aquello por lo que sigue mereciendo la pena luchar.
La instalación en París, en una sociedad ilusionada que acababa de vencer a la invasión fascista, fue terapéutica. Las dificultades económicas eran lo de menos. Ante mí, un mundo de oportunidades infinitas era demasiado motivador como para tomar en cuenta las cuestiones de la intendencia. Inesperadamente, retomé el hilo comunicativo con la familia y con Galicia, alentado por todo lo positivo que tenía de transmitir. Por primera vez sentí que era posible conseguir un estado al que llamaban felicidad. Tomé conciencia de esa posibilidad, y también de mi derecho a percibirlo, no sólo a partir de la ilusión inconmensurable por la creación literaria, el estudio filosófico y la convivencia enriquecedora con artistas y creadores, sino también a través de la vivencia, centrada en el presente, de las cosas en apariencia mas nimias, como aquella tarde en que el frutero insistió en agasajarme con un melón que compartí con Katerina y dos amigas suyas tumbados en el diván de la galería, bajo la luz tibia del ocaso.


Sin embargo, como buen gallego soy hijo del complejo de Polícrates, y no era infrecuente que a aquellos raptos de alegría gratuita siguieran secuencias de pensamientos negativos que me dejaban preparado para asumir la llegada de cualquier imprevisto o mala noticia.



                                       © Patrice Molinard (imágenes del París de la posguerra)

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