Constituye una noticia lamentable la entrada en vigor de la
“ley mordaza”. Se mezclan sensaciones de extraña incompatibilidad entre la
manifestación en París en favor de la libertad de expresión por parte de
representantes máximos del gobierno español cuando aquí, intramuros, Amnistía
Internacional alerta de que los decretos de Jorge Fernández Díaz sitúan a la
democracia del país en estándares cuasi preconstitucionales.
Porque debajo de esa presunta manga ancha con programas
satíricos emitidos por los mass media subyace la acción solapada de los
vigilantes del orden que a través de acciones selectivas infunden miedo entre
particulares ejerciendo su derecho a la reivindicación y que ahora son
conscientes de lo que les puede costar meterse con el establishment, opinar
sobre la patria, las instituciones, ejército, Iglesia, Casa Real, el propio Gobierno,
la policía o las estrategias frente al terrorismo.
La detención de los abogados vascos bajo acusación de
presunta comisión de delito fiscal supone una escalada en la pérdida de
democracia muy preocupante e impregna el clima que se respira en el País Vasco
de una suerte de provocación desde un ejercicio del poder bajo sospecha de
absolutista.
Recuerdo aquellos años en los que Jorge Fernández era
contertulio en el programa radiofónico de Gemma Nierga, “la ventana”, en la Cadena
SER. Entonces sus postulados enfrentados a los de un socialista reflejaban un
ánimo dictatorial tan llamativo como extraño a los oídos de una sociedad que ya
caminaba en otra dirección. Pero la Cadena y tal vez la mayor parte de los oyentes
valoraban su función de representar un papel antitético en aquel juego de distancias,
de modo que pensábamos que, en general, el pueblo optaba por el ejercicio de la
libertad de expresión, de la eliminación de la censura, de la libre circulación
de las ideas y de la convivencia de lo divergente, valores que fueron
asimilándose, con trabajo, por una población que se distanciaba con paso firme
de un franquismo tan triste y lúgubre como Jorge Fernández Díaz.
Pero pasó el tiempo y la concepción autárquica de los que
mandan ahora entiende que se puede imponer el sesgo, a golpe de decreto, que
interesa al Partido, más allá de programas. La patente de corso con validez de
cuatro años la dan las urnas. Es el panorama desolador de un país que acaba
interiorizando que la democracia es una sucesión de dictaduras de cuatro años.
Probablemente la gran reforma que necesitamos para la
regeneración y la salida de la crisis sea la sustitución del Senado por una
cámara de auditores externos, un cuerpo de técnicos extraídos de la sociedad
para, actuando al margen de presupuestos ideológicos, destituir fulminantemente
a aquellos que incumplen el programa que les aupó al poder e imponer penas por
daños morales y económicos.
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