Durante cuarenta años de franquismo la
Semana Santa cumplió una función múltiple que interesaba por igual al Régimen y
a la Iglesia cómplice: oligarquía y pueblo llano unidos bajo la autoridad de
las estampitas y, además, con la seguridad de que la práctica de los cultos
“morados” incluía, so pena de reclusión, a los divergentes, a los que,
derrotados por la bestia fascista, debían además digerir el abuso de posición
dominante de quienes, en nombre de la fe, habían enviado al paredón a tantos
defensores de la democracia: la participación y asistencia a vía crucis,
procesiones, novenas convertida en elemento controlador de la divergencia.
En la Semana Santa, como en todas las
prácticas de la Iglesia, la Iglesia ha actuado con la inteligencia y paciencia
de los animales que se benefician del parasitarismo. Ha sabido dar cabida, en
su trayecto de dos mil años, al sustrato multiteísta que subyace en la
conciencia profunda desde nuestros ancestros. Las hormigas, desde hace millones
de años, se alimentan de las deposiciones de los pulgones y eso les lleva a
transportarlos hasta las hojas más sabrosas de los árboles en flor.
De la misma manera, y para que el pueblo
trabaje en una dirección adecuada a sus intereses, la Iglesia ha sabido
introducirse en el alma de los pueblos, dispensadores de los graneros, con sus
troyanos: hay un santo para cada situación, sea de duelo, de angustia, de
guerra o de celebración; la Virgen adopta diversas personalidades para
patronear y velar por la salud de gremios diversos y Cristo modula la carga
dramática de su dolor presentándose justiciero, cuasi vengativo o amable e
incluso bonancible según convenga a la idiosincrasia de cada comunidad. Son
mensajes subliminales o explícitos que convienen a la construcción de una
sociedad con el apuntalamiento de valores impuestos desde arriba. Así me lo
sugiere, por ejemplo, la procesión del “Cristo de la buena muerte”, en la que
la legión, siempre dispuesta a verter su sangre por la causa, participa
activamente.
Sí, ya vivimos bien entrado el tercer
milenio, pero hay cosas que no han cambiado. Antes bien, diría que la
indefensión y el miedo siguen siendo instrumentalizados por el cómodo abrazo de
la fe, respaldado por una institución que hace de su manejo una industria, para dotar de un sentido último la vida de
una gran masa siempre dependiente y para conferir autoridad a los que la
parasitan desde antiguo para seguir gozando de sus privilegios.
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