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sábado, 4 de abril de 2015

SEMANA SANTA: EL INMOVILISMO PACIFICADOR

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Sustancialmente, Islamismo y Cristianismo son construcciones humanas que replican fundaciones mentales anteriores de los egipcios y, remontándonos más, de los sumerios. Las diferencias entre ambas son ínfimas con relación a los matices diferenciales. Sin embargo, y por una mera estrategia de buscar un nicho diferencial y de fagocitar a la competencia, el aparato de la jerarquía católica pone el acento en dimensionar lo que propaga como rasgos fundamentalistas en los practicantes de otros credos, aun cuando se trate de orar hacia un punto cardinal de forma tenaz, y obvia los espectáculos de estos días, a lo largo y ancho de la piel de toro, con la peña de creyentes flagelándose, lacerándose los pies o velando tallas día y noche, en un ejercicio de rivalidad interterritorial para reivindicar las mayores dosis de fervor y de ortodoxia, por más que en muchos cultos procesionales  confluyan la fe verdadera con el espectáculo, la histeria colectiva y la propaganda turística para mayor gloria de la hostelería y de la recaudación de IVA.
Durante cuarenta años de franquismo la Semana Santa cumplió una función múltiple que interesaba por igual al Régimen y a la Iglesia cómplice: oligarquía y pueblo llano unidos bajo la autoridad de las estampitas y, además, con la seguridad de que la práctica de los cultos “morados” incluía, so pena de reclusión, a los divergentes, a los que, derrotados por la bestia fascista, debían además digerir el abuso de posición dominante de quienes, en nombre de la fe, habían enviado al paredón a tantos defensores de la democracia: la participación y asistencia a vía crucis, procesiones, novenas convertida en elemento controlador de la divergencia.
En la Semana Santa, como en todas las prácticas de la Iglesia, la Iglesia ha actuado con la inteligencia y paciencia de los animales que se benefician del parasitarismo. Ha sabido dar cabida, en su trayecto de dos mil años, al sustrato multiteísta que subyace en la conciencia profunda desde nuestros ancestros. Las hormigas, desde hace millones de años, se alimentan de las deposiciones de los pulgones y eso les lleva a transportarlos hasta las hojas más sabrosas de los árboles en flor.
De la misma manera, y para que el pueblo trabaje en una dirección adecuada a sus intereses, la Iglesia ha sabido introducirse en el alma de los pueblos, dispensadores de los graneros, con sus troyanos: hay un santo para cada situación, sea de duelo, de angustia, de guerra o de celebración; la Virgen adopta diversas personalidades para patronear y velar por la salud de gremios diversos y Cristo modula la carga dramática de su dolor presentándose justiciero, cuasi vengativo o amable e incluso bonancible según convenga a la idiosincrasia de cada comunidad. Son mensajes subliminales o explícitos que convienen a la construcción de una sociedad con el apuntalamiento de valores impuestos desde arriba. Así me lo sugiere, por ejemplo, la procesión del “Cristo de la buena muerte”, en la que la legión, siempre dispuesta a verter su sangre por la causa, participa activamente.
Sí, ya vivimos bien entrado el tercer milenio, pero hay cosas que no han cambiado. Antes bien, diría que la indefensión y el miedo siguen siendo instrumentalizados por el cómodo abrazo de la fe, respaldado por una institución que hace de su manejo una industria,  para dotar de un sentido último la vida de una gran masa siempre dependiente y para conferir autoridad a los que la parasitan desde antiguo para seguir gozando de sus privilegios.


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