Las plantas con el aporte que precisan de nutrientes, a través de la
raíz, de agua, y también de luz solar se llenan de vida hasta el punto
de que en su tallo se produce una explosión de brotes que penaliza el
crecimiento del núcleo principal.
En una sociedad cuyo sistema de valores se ve superado por la
contundencia de hechos que dibujan el declive, brota el discurso
necesario, desnudo de artificios, que habla de una tabla de salvación
para los excluidos y para los que, sin estarlo, tampoco cuentan nada
para los órganos de decisión. Ese discurso encarna, sin embargo, todas
la ideas, los anhelos, los sentimientos por expresar de una sociedad que
hasta ese momento veía como el eco de su voz se había ido apagando,
ninguneando. Discurso limpio en el que las ideas troncales ocupan todo
el protagonismo inicial. Discurso que se llena de vida retroalimentado
por el éxito obtenido entre los destinatarios. En ese punto, el órganon
principal corre, como la planta, el riesgo de no prosperar, víctima de
los efectos colaterales del éxito descontrolado. Nacen como vástagos
prescindibles chupones de la savia que penalizan el éxito del tronco,
elementos hijos de las emociones: protagonismo, reivindicaciones que
nada aportan relativas a la paternidad, exclusividad y autoría, celo de
la propiedad, barreras de entrada, criterios selectivos que contemplan
los finos matices que separan antes que los gruesos puntos de
confluencia, preponderancia de lo intelectual academicista incompatible
con lo esencial, vivencial, por más que lo segundo responda a la misma
expresión de la justicia… Toda esa maraña que nació del vigor inicial se
vuelve contra él hasta acabar por agotarlo, por convertirlo en un
proyecto perdido en el marasmo de la medianía pugnando por alcanzar a
recibir un poco de luz cuando no condenarlo a desaparecer.
La altura de miras es una cualidad que, ya desde el período de
formación y antes de irrumpir en el escenario político, se manifiesta
como incondicional cuando se milita en ese espacio que no alimenta la
defensa de intereses oligárquicos en el que, por el contrario, los fines
son tan meridianos y sectarios que no hay lugar para la confusión ni
para la disgregación.
Sin embargo, en ese espacio en el que se han de concentrar los que
defienden los intereses colectivos el liderazgo ha de ser el de las
ideas, el de la esencialidad más allá de protagonismos personales y
partidistas. Si no asiste una dosis de generosidad para tender puentes
entre distintos pero iguales en los fines la opción será, de nuevo, la
vuelta al maniqueísmo de quienes han ensuciado, por turnos, el nombre de
la Política durante treinta y cinco años, lo cual es más grave cuando
se trataba de salir de una dictadura genocida.
El trabajo de cientos de miles de españoles en la búsqueda de vías
para hacer que otro ejercicio de la Política sea posible ha empezado a
dar frutos impensables hace cinco años. Es algo que no se puede tirar
por la borda de manera prematura por la tentación de reproducir formas
de actuar que estaban en el foco de lo que había que erradicar.
Funcionar asambleariamente, donde las siglas importan menos que las
ideas, es trabajoso, pero es lo que requiere una sociedad descompuesta
por la preponderancia de los personalismos y la urdimbre de estructuras
mafiosas allí donde hay poder y acceso privilegiado a la caja de los
cuartos.
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