El presidente miró a su consejo impostando un gesto de
circunspección para acto seguido esbozar una sonrisa hiératica, rígida,
momificada, hacia su secretaria.
Al presidente no le temblaba la mano cuando tomaba
decisiones lesivas para los intereses y las condiciones de vida de los más
débiles si con ello lograba cuadrar las cifras macroeconómicas. El presidente era incapaz de sustraerse
al placer que le producían las palmaditas en la espalda de los jefes de Estados
poderosos, con bancos que invertían en deudas rentables pero que no deseaban el fantasma de quitas
sombreando el horizonte. El presidente estaba en condiciones de asegurar que su
país era un deudor fiable aunque para cuadrar las cuentas tuviera que matar de
hambre a millones de ciudadanos, y acelerar el desenlace fatal a miles y miles
de enfermos cuya vida dependía de tratamientos costosos o transplantes. Aquella
mañana había acudido de un humor pacífico a presidir el Consejo de ministros y
ninguno de los miembros del equipo parecía dispuesto a remar en otra dirección
distinta de la suya. El presidente tenía esa mirada umbilical que responde a
ese estado beatífico de la tranquilidad de conciencia e impermeabilidad frente
a las críticas ajenas, las de los grupos parlamentarios de una oposición en buena
parte sin crédito y, sobre todo, las
de la calle, que presa de la desesperación y desoída por los estamentos judiciales, sólo
disponía del recurso de las manifestaciones callejeras calificadas de algaradas
por la cúpula y los portavoces del gobierno y del partido en el poder.
Para la elite, aislada en su torre de cristal, los buenos
ciudadanos, los verdaderos patriotas, eran los que con su inmovilismo y su
silencio apoyaban una forma de administración de los recursos que conducía a
una gran clase media a la supervivencia pura y dura. Quedaba por debajo, como un
velo invisible en el fondo del escenario, un 30% de la población, situados en
la exclusión social y de regreso a parámetros de bienestar y de esperanza de
vida propios de épocas preindustriales.
El presidente mantenía sus negocios privados con total
compatibilidad, como buen previsor, y además su trato de favor a los intereses
de las grandes corporaciones le aseguraban una puerta de salida espléndida
cuando diera por terminada su carrera política. En el futuro, su condición de
presidente emérito le reportaría un estatus tradicional de protección perpetua
además de satisfacer su prurito de vanidad con ocasión de ser consultado
ocasionalmente en asuntos de Estado, por más que gracias a su deriva y la de su gobierno, la
nación se hubiera desmoronado.
Pero para el presidente poco importaba la felicidad de las
personas tomadas de una. Su
musculatura mental se dedicaba por entero a la reducción del déficit y, para
ello, su recurso único era el sangrado de los más vulnerables hasta límites compatibles con la
capacidad para seguir viviendo, mientras la oligarquía y sus valedores en los
consejos de administración veían como se decretaban reglas de juego que inflaban
sus recursos hasta lo obsceno. La sensación de impunidad en que vivían los
politicastros que reinaban en las baronías autonómicas tenía relación con una
conciencia laxa en todo cuanto se refería al derecho a disfrutar de privilegios
solidariamente con sus colegas en el mismo peldaño de la pirámide. El cobro de
dietas astronómicas por asistir a reuniones consultivas dentro del espacio y el
tiempo laborales era visto como normal. Su acceso a la caja del dinero público
era discrecional y ajeno a la realidad sangrante de un país que hacía comer de tupper
a los niños.
El presidente y su equipo alentaban el miedo en la población
a perder su status de miseria. Los medios de comunicación, que exhibían
mansiones y lujos exuberantes, sólo al alcance de la elite, en convivencia con
situaciones de extrema penuria en las que sólo la vuelta a la urdimbre tribal
de la familia podía salvar de la desaparición, de la muerte por factores de
riesgo inducidos. La población en general adecuó su perspectiva a la situación
y aprendió a mirar a las mansiones exhibidas en la televisión con envidia, resignación
y al fin aceptación de su suerte como si se tratara de un destino ya
preestablecido y contra el que siempre sería inútil rebelarse. En algunos casos, la pérdida brusca del
estado de bienestar provocaba suicidios. La población civil utilizaba como
salida la violencia contra sí misma. Aún en las situaciones más extremas, los
acosos a los políticos eran pacíficos, pidiendo unas explicaciones que no daban
en el Parlamento ni en las ruedas de prensa. De hecho el presidente eludía la
interlocución, arengando al país desde una pantalla de plasma. Era una forma de
cercenar la libertad de prensa y el derecho de la población a estar informada.
El presidente y su equipo concertaron acciones con el apoyo
de sus medios afines para matar al mensajero. Las noticias de corrupción en el
seno de su Partido eran culpa de quien las filtraba y, sobre todo, de quien las editaba, y así conseguían
acabar por desviar el foco fuera de los perpetradores de delitos de
malversación, financiación ilegal, tráfico de influencias, cohecho... El
presidente y su equipo escarbaron en el derecho civil y, esta vez si, en el
texto constitucional para imponer penas disuasorias a quienes se apostaban ante
los domicilios de los diputados que votaban en contra del interés general,
desoyendo directivas europeas que alertaban del consentimiento por parte del
gobierno del abuso de poder financiero sobre los ciudadanos, abocados ya a una
situación de desamparo por el inmovilismo y la ausencia de un liderazgo incapaz
de tomar medidas siquiera de choque para garantizar techo y comida, quedando
estas funciones supeditadas a la actividad de las organizaciones no
gubernamentales y a la solidaridad familiar y vecinal. Un gobierno, sin embargo,
hiperactivo en la concesión de ayudas a la banca con el único fin de sanearla y
dotarla de liquidez pero sin exigir que esa restauración del flujo se
convirtiera en una correa de transmisión que diera vida, plazos de amortización
renegociados y oportunidades de rentas de alquiler de emergencia nacional a los
ciudadanos.
Una minoría de la población en lugar de dejarse sumir en la
depresión decidió luchar y, con la sensación real de que el Parlamento burlaba
su derecho a ver representados sus asuntos, decidió convertir la calle en una
oportunidad para el debate con la clase dirigente. Algunos diputados
reaccionaron proporcionalmente y asumiendo su responsabilidad se prestaron al
diálogo en la acera con desesperados que mantenían a pesar de todo la calma. Sin
embargo el presidente y buena parte de su grupo parlamentario no deseaban ese
formato novedoso que daba alas a los perro flautas y sustraía la única
capacidad de protagonismo válido a las instituciones, al Congreso y al Senado.
El presidente estableció penas para los que se concentraban
cerca de los domicilios de los políticos y reforzó la acción policial. Algunos
medios afines al partido del Presidente empezaron a alertar del riesgo de un
estallido social, de una nueva guerra civil, alentada por prácticas callejeras
alimentadas desde la ETA y la kale borroka. Pero la historia es terca. Las
guerras civiles nunca las empiezan las clases “humildes” por más que esté
pasando las de Caín. Si acaso pueden revolverse contra el poder que las oprime.
En la del 36 el miedo a la pérdida de privilegios de la oligarquía dio
alas a un militar que necesitaban
la adrenalina del poder supremo para soportar sus complejos.
El presidente sabe que la
gente de a pie se suicida o arrastra su cruz por los centros de beneficencia.
Pero ese decorado no va a favorecer su reelección. El presidente necesita un
amigo tan claro como lo fue la ETA para sus antecesores. Y para esa empresa
cuenta con la colaboración de la prensa que representa los intereses de las
élites económicas, de los poderes fácticos, de la Iglesia. ¡es tan fácil
presentar a los que se concentran en la calle para hablar con los políticos
como peligrosos activistas!. El Presidente ya ha encontrado a los conspiradores
y a los enemigos de la marca España. No están en los Consejos de Administración
de la Banca, en las tesorería de los partidos, en las cúpulas de buena parte de
los Gobiernos Autonómicos. No están en la Casa Real ni a su sombra, ni en los
balances de grandes empresas que blanquearon su dinero B comprando pagarés a la
Hacienda amiga del Estado. Los enemigos de la marca España –como gusta de decir
el ministro que cree que la expresión pública de los menesterosos ensucia más
que el hecho presunto de que una empresa de Urdangarín y la Infanta haya
vaciado la caja de los discapacitados- están apostados en las calles, con el
pretexto de luchar contra los
abusos de la banca, contra la inacción legislativa en el Parlamento, contra la corrupción,
contra la impunidad de los delincuencia de despacho, contra la iniquidad de establecer diferencias en el acceso a
la educación y a la asistencia sanitaria. Otros han sido más considerados con
la marca España y se han descerrajado un tiro en la boca presos de la desesperación.
Toda la razón. Te doy toda la razón.
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